Nuestro viaje comenzó el día que nos reconocimos. Antes de eso sólo compartíamos. Por cierto hubo momentos de felicidad ¡qué injusticia con nuestra historia sería no recordarlos! pero desde el día que nos miramos también empezamos a sentirnos vistos.
El tiempo se fue transformando en largas y profundas conversaciones. También en bellos y delicados silencios, como si el simple hecho de mirar al otro hiciera multiplicar y transformar los detalles de nuestro pequeño y legítimo mundo.
Encontramos una antigua cámara de nuestro hijo. Nos emocionamos al ver en su memoria algunas fotos de vacaciones familiares. Éramos nosotros, claro que sí. Era nuestra vida, por cierto que sí. Éramos más jóvenes, pero no menos viejos que hoy.
Recuerdo aquella noche antes de partir. La ciudad estaba calma, tan calma que a ratos no parecía ciudad. Tomábamos el té en el balcón de nuestro departamento, piso 9, vista oriente. Desde el edificio del frente un pequeño niño nos observaba.
Sus ojos enfocaban nuestros rostros tal cual el lente de la cámara que teníamos entre las manos. Era una mirada respetuosa, sin juicios. Aún no sabemos si fue él quien nos hizo despertar o fue nuestro despertar quien nos permitió verlo a él.
Esta es la historia de una pareja de jubilados cuyo deseo es reflexionar sobre cómo nos tratamos los seres humanos. A través de profundas (y a ratos simples) conversaciones, registradas en una antigua cámara que heredaron de su hijo, buscan retratar nuestra sociedad actual y comprender por qué a veces nos cuesta tanto mirarnos y reconocernos. Se trata de una larga conversación sobre respeto. Se trata de una hermosa reflexión sobre el amor.