En mi última columna relaté un viaje que realicé por casi todo Chile durante el año pasado. Y entre conversaciones y conversaciones con muchos de mi misma generación me preguntaron en más de alguna ocasión por qué solamente he trabajado en fundaciones. Lo primero que respondía desde la guata era “por qué me gusta”. Después la conversación se iba por inercia a una crítica -por lo general por parte de ellos- a sus propios trabajos. “Qué lindo sería que mi trabajo ayudara a personas que lo necesitan y no a enriquecer a grandes empresarios” era el comentario que resumía de manera concisa el poco apego de muchos por sus instituciones.
Nunca pensé que tantos, muchos veinteañeros al igual que yo, estuvieran tan disconformes con sus pegas. Pensaba que debe ser desafiante (y a la vez admirable) levantarse todos los días para ir a un trabajo que no les gusta, llegar a su casa de noche y repetir la rutina por cinco días seguidos, durante doce meses al hilo.
Entre medio de las críticas, todas muy bien argumentadas, siempre mi aporte era hacerle publicidad a los cabros de Pegas con Sentido. Les decía con tal convicción que existía una página en donde cada día se suben varias ofertas de trabajo en donde el quehacer diario sólo invita a celebrar que muchos se motivaban y me escupían sin pensar; en marzo me pongo a buscar pega ahí!. Claro, cuando llegaba el momento de decirles que el sueldo es en casi todos los casos menor a sus endemoniados trabajos sabía que ese detalle transformaba a sus jefes actuales en sus mejores amigos y a su día a día en “si tampoco lo paso tan mal”. Cosa de ellos.
Al final me aburrí y preferí cambiar mi discurso. A la misma pregunta respondo ahora; trabajar en una fundación es lo más parecido a ser parte de un equipo de fútbol, independiente de ser el entrenador, su fiel ayudante o el aventurero jugador. Y por ahí me ha ido un poquito mejor en mi auto impuesto desafío que más jóvenes decidan trabajar en el tercer sector, en especial aquellos que venimos desde las ingenierías, economía o leyes.
Es que en las fundaciones como en el fútbol se trabaja con un equipo reducido de personas que deben liderar el trabajo de muchos (por lo general voluntarios) que son quienes desarrollan el trabajo en terreno, al igual que los once jugadores que salen a la cancha a ganar los partidos. En las fundaciones cada partido es algún proyecto, un proceso participativo, intervenciones en salud, educación, etc. Y el gol es mejorar la vida de al menos un persona, animal o arbolito según el quehacer de cada institución. La plata se olvida cuando el partido está en marcha. Todos saben que aquí el objetivo es hacer el gol, un gol desde el trabajo en equipo.
En Balmaceda, una pequeña localidad de la Región de Aysén mientras hacía dedo para dirigirme a Coyhaique un niño quien había escuchado una de esas tantas conversaciones el día anterior se me acercó y me dijo: Tío, yo quiero ser futbolista.
Sonreí.